Las ciudades, a lo largo de la historia, han sido presentadas como espacios de encuentro, de posibilidad, de construcción colectiva. Sin embargo, para las mujeres, estos territorios están atravesados por una paradoja profunda: son tanto escenarios de oportunidad como territorios de riesgo. La ciudad, que debería ser lugar de habitar pleno, se convierte con frecuencia en un espacio donde la mujer es vista como extraña, como sospechosa, como intrusa.
En muchas urbes, las mujeres enfrentamos una constante desposesión simbólica. A pesar de que trabajamos, caminamos, estudiamos, cuidamos, transformamos y hacemos ciudad, se nos recuerda constantemente que esos espacios públicos no nos son dados de manera natural. Desde temprana edad se nos enseña a tener miedo del camino a casa, a planificar rutas “más seguras”, a no transitar de noche, a no usar cierta ropa, a no quedarnos solas en un parque... Esta educación del miedo no solo protege o intenta proteger, también nos condiciona. Crea una relación de desconfianza entre la mujeres y el territorio que habitamos.
La ciudad, entonces, se vuelve una casa hostil. Una estructura habitada por cuerpos femeninos, pero no pensada para ellos. Y cuando se intenta modificar, resignificar o reclamar ese espacio, la respuesta muchas veces es la violencia o el castigo. Las mujeres que corremos solas, que marchamos, que reclamamos, que tomamos la palabra, somos vistas como provocadoras, como excesivas, como fuera de lugar. Se erotiza nuestra presencia, pero no se respeta nuestro derecho a estar.
¡Somos intrusas en nuestro propio hogar!. A pesar de la ciudad, ser producto de nuestro trabajo y nuestra presencia, no se nos ofrece como espacio de libertad sino como territorio limitado. En muchos lugares, la arquitectura misma se ha construido sin considerar las necesidades o experiencias de las mujeres: calles mal iluminadas, transporte público inseguro, ausencia de baños públicos solo para nosotras o falta de infraestructura para el cuidado. Todo ello configura un paisaje urbano que nos niega el derecho pleno a estar, a circular, a pertenecer y a habitar.
Además, existe una violencia simbólica que normaliza esta exclusión: la representación de la mujer en los medios, en el arte urbano, en la política de los espacios públicos. Cuando aparece, suele ser como objeto decorativo, como musa, como víctima. Rara vez como sujeto arquitecta de su entorno, como ciudadana plena. Esta omisión también es una forma de desvanecimiento.
Sin embargo, en medio de todo este olvido, las mujeres hemos generado múltiples formas de resistencia. Redes de acompañamiento, marchas nocturnas, arte callejero feminista, adaptación de nuestros comportamientos, aprendizaje de defensa ante la violencia e incluso nos acompañan mil y una conversaciones ficticias que en el algún momento fingimos tener para no sentirnos solas ante el miedo. Algunas de estas acciones buscan resignificar o reconfigurar nuestras existencias en las ciudades desde lo colectivo. No obstante, eso no es algo bonito sino la única opción que nos deja un gran monstruo llamado PATRIARCADO y aun así esa opción no supone el éxito. ¿ Qué puede ser más bonito que habitar sola por elección y aun así sentirte acompaña? Sentir que el viento sopla a tu favor, que tanto las sombras como las luces son tus compañeras, que no hay porque huir de lo desconocido o en definitiva no temer de lo que de alguna manera nosotras mismas también creamos.
Porque lo cierto es que la ciudad no puede seguir pensándose sin nosotras. No se trata solo de hacerla más segura, sino más justa. De reconocer que no estamos de paso, que no venimos de visita, que no debemos pedir permiso para andar por donde también hemos sembrado historia. Que el hogar no puede ser solo el sitio privado al que nos quieren relegar; el hogar debe expandirse a lo público, a lo común, a lo compartido.
Habitar la ciudad como mujer es aún, en muchos casos, una experiencia difícil y tediosa. Pero también es un acto político, una afirmación constante de existencia. Y quizás sea en esa afirmación donde pueda florecer una nueva forma de urbanidad: una donde ninguna mujer se sienta huésped en su propio barrio, donde ninguna deba caminar con miedo en lo que le pertenece por derecho y por historia.
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